MENSAJE
DEL PAPA FRANCISCO PARA LA VII JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES 2023
19 de noviembre de 2023
«No apartes tu rostro del pobre» (Tb 4,13)
1. La Jornada Mundial de los Pobres, signo fecundo de la
misericordia del Padre, llega por séptima vez para apoyar el camino de
nuestras comunidades. Es una cita que la Iglesia va arraigando poco a
poco en su pastoral, para descubrir cada vez más el contenido central
del Evangelio. Cada día nos comprometemos a acoger a los pobres, pero
esto no basta. Un río de pobreza atraviesa nuestras ciudades y se hace
cada vez más grande hasta desbordarse; ese río parece arrastrarnos,
tanto que el grito de nuestros hermanos y hermanas que piden ayuda,
apoyo y solidaridad se hace cada vez más fuerte. Por eso, el domingo
anterior a la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, nos reunimos en
torno a su Mesa para recibir de Él, una vez más, el don y el compromiso
de vivir la pobreza y de servir a los pobres.
«No apartes tu rostro del pobre»(Tb 4,7). Esta Palabra nos ayuda a
captar la esencia de nuestro testimonio. Detenernos en el Libro de
Tobías, un texto poco conocido del Antiguo Testamento, fascinante y
rico en sabiduría, nos permitirá adentrarnos mejor en lo que el autor
sagrado desea transmitir. Ante nosotros se despliega una escena de la
vida familiar: un padre, Tobit, despide a su hijo Tobías, que está a
punto de emprender un largo viaje. El anciano teme no volver a ver a su
hijo y por ello le deja su “testamento espiritual”. Tobit había sido
deportado a Nínive y se había quedado ciego, por lo que era doblemente
pobre, pero siempre había tenido una certeza, expresada en el nombre
que lleva: “El Señor ha sido mi bien”. Este hombre, que siempre confió
en el Señor, como buen padre no desea tanto dejarle a su hijo algún
bien material, cuanto el testimonio del camino a seguir en la vida, por
eso le dice: «Acuérdate del Señor todos los días de tu vida, hijo mío,
y no peques deliberadamente ni quebrantes sus mandamientos. Realiza
obras de justicia todos los días de tu vida y no sigas los caminos de
la injusticia» (4,5).
2. Como se puede apreciar inmediatamente, lo que el anciano Tobit pide
a su hijo que recuerde no se limita a un simple acto de memoria o a una
oración dirigida a Dios. Se refiere a gestos concretos que consisten en
hacer buenas obras y vivir con justicia. La exhortación se hace aún más
específica: a todos los que practican la justicia, «da limosna de tus
bienes y no lo hagas de mala gana» (4,7).
Las palabras de este sabio anciano no dejan de sorprendernos. En
efecto, no olvidemos que Tobit había perdido la vista precisamente
después de realizar un acto de misericordia. Como él mismo cuenta, su
vida desde joven estuvo dedicada a hacer obras de caridad: «Hice muchas
limosnas a mis hermanos y a mis compatriotas deportados conmigo a
Nínive, en el país de los Asirios. […] Daba mi pan a los hambrientos,
vestía a los que estaban desnudos y enterraba a mis compatriotas,
cuando veía que sus cadáveres eran arrojados por encima de las murallas
de Nínive» (1,3.17).
Por su testimonio de caridad, el rey lo había privado de todos sus
bienes, dejándolo completamente pobre. Pero el Señor aún lo necesitaba;
habiendo recuperado su puesto como administrador, no tuvo miedo de
continuar con su estilo de vida. Escuchemos su relato, que también nos
habla hoy a nosotros: «En nuestra fiesta de Pentecostés, que es la
santa fiesta de las siete Semanas, me prepararon una buena comida y yo
me dispuse a comer. Cuando me encontré con la mesa llena de manjares,
le dije a mi hijo Tobías: “Hijo mío, ve a buscar entre nuestros
hermanos deportados en Nínive a algún pobre que se acuerde de todo
corazón del Señor, y tráelo para que comparta mi comida. Yo esperaré
hasta que tú vuelvas”» (2,1-2). Sería muy significativo si, en la
Jornada de los Pobres, esta preocupación de Tobit fuera también la
nuestra. Invitar a compartir el almuerzo dominical, después de haber
compartido la Mesa eucarística. La Eucaristía celebrada sería realmente
criterio de comunión. Por otra parte, si en torno al altar somos
conscientes de que todos somos hermanos y hermanas, ¡cuánto más visible
sería esta fraternidad compartiendo la comida festiva con quien carece
de lo necesario!
Tobías hizo como le había dicho su padre, pero regresó con la noticia
de que habían asesinado a un pobre y lo habían abandonado en medio de
la plaza. Sin vacilar, el anciano Tobit se levantó de la mesa y fue a
enterrar a aquel hombre. Al volver a su casa, cansado, se durmió en el
patio; sobre los ojos le cayó estiércol de unos pájaros y se quedó
ciego (cf. 2,1-10). Ironía de la suerte: haces un gesto de caridad y te
sucede una desgracia. El hecho nos lleva a pensar así; pero la fe nos
enseña a ir más en profundidad. La ceguera de Tobit será su fuerza para
reconocer aún mejor las numerosas formas de pobreza que le rodeaban. Y
el Señor se encargará a su tiempo de restituir al anciano padre la
vista y la alegría de volver a ver a su hijo Tobías. Cuando llegó ese
día, Tobit «lo abrazó llorando y le dijo: “¡Te veo, hijo mío, luz de
mis ojos!”. Y añadió: “¡Bendito sea Dios! ¡Bendito sea su gran Nombre!
¡Benditos sean todos sus santos ángeles! ¡Que su gran Nombre esté sobre
nosotros! Benditos sean los ángeles por todos los siglos! Porque él me
había herido, pero […] ahora veo a mi hijo Tobías”» (11,13-15).
3. Podemos preguntarnos: ¿de dónde le vienen a Tobit la valentía y la
fuerza interior que le permiten servir a Dios en medio de un pueblo
pagano y de amar al prójimo hasta el punto de poner en peligro su
propia vida? Estamos frente a un ejemplo extraordinario: Tobit era un
esposo fiel y un padre atento; fue deportado lejos de su tierra y
sufría injustamente; fue perseguido por el rey y por sus vecinos. A
pesar de tener un alma tan buena, fue puesto a prueba. Como a menudo
nos enseña la Sagrada Escritura, Dios no les evita las pruebas a los
que hacen el bien. ¿Cómo es posible? No lo hace para humillarnos, sino
para afianzar nuestra fe en Él.
Tobit, en el momento de la prueba, descubre su propia pobreza, que lo
hace capaz de reconocer a los pobres. Es fiel a la Ley de Dios y
observa los mandamientos, pero esto no le es suficiente. La atención
efectiva hacia los pobres le era posible porque había experimentado la
pobreza en su propia carne. Por lo tanto, las palabras que dirige a su
hijo Tobías son su auténtica herencia: «No apartes tu rostro de ningún
pobre» (4,7). En definitiva, cuando estamos ante un pobre no podemos
volver la mirada hacia otra parte, porque eso nos impedirá encontrarnos
con el rostro del Señor Jesús. Y fijémonos bien en esa expresión «de
ningún pobre». Cada uno de ellos es nuestro prójimo. No importa el
color de la piel, la condición social, la procedencia. Si soy pobre,
puedo reconocer quién es el hermano que realmente me necesita. Estamos
llamados a encontrar a cada pobre y a cada tipo de pobreza, sacudiendo
de nosotros la indiferencia y la banalidad con las que escudamos un
bienestar ilusorio.
4. Vivimos un momento histórico que no favorece la atención hacia los
más pobres. La llamada al bienestar sube cada vez más de volumen,
mientras las voces del que vive en la pobreza se silencian. Se tiende a
descuidar todo aquello que no forma parte de los modelos de vida
destinados sobre todo a las generaciones más jóvenes, que son las más
frágiles frente al cambio cultural en curso. Lo que es desagradable y
provoca sufrimiento se pone entre paréntesis, mientras que las
cualidades físicas se exaltan, como si fueran la principal meta a
alcanzar. La realidad virtual se apodera de la vida real y los dos
mundos se confunden cada vez más fácilmente. Los pobres se vuelven
imágenes que pueden conmover por algunos instantes, pero cuando se
encuentran en carne y hueso por la calle, entonces intervienen el
fastidio y la marginación. La prisa, cotidiana compañera de la vida,
impide detenerse, socorrer y hacerse cargo de los demás. La parábola
del buen samaritano (cf. Lc 10,25-37) no es un relato del pasado,
interpela el presente de cada uno de nosotros. Delegar en otros es
fácil; ofrecer dinero para que otros hagan caridad es un gesto
generoso; la vocación de todo cristiano es implicarse en primera
persona.
5. Agradecemos al Señor porque son muchos los hombres y mujeres que
viven entregados a los pobres y a los excluidos y que comparten con
ellos; personas de todas las edades y condiciones sociales que
practican la acogida y se comprometen junto a aquellos que se
encuentran en situaciones de marginación y sufrimiento. No son
súper-hombres, sino “vecinos de casa” que encontramos cada día y que en
el silencio se hacen pobres y con los pobres. No se limitan a dar algo;
escuchan, dialogan, intentan comprender la situación y sus causas, para
dar consejos adecuados y referencias justas. Están atentos a las
necesidades materiales y también espirituales, a la promoción integral
de la persona. El Reino de Dios se hace presente y visible en este
servicio generoso y gratuito; es realmente como la semilla caída en la
tierra buena de estas personas que da fruto (cf. Lc 8,4-15). La
gratitud hacia tantos voluntarios pide hacerse oración para que su
testimonio pueda ser fecundo.
6. En el 60 aniversario de la Encíclica Pacem in terris, es urgente
retomar las palabras del santo Papa Juan XXIII cuando escribía:
«Observamos que [el hombre] tiene un derecho a la existencia, a la
integridad corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel de
vida, cuales son, principalmente, el alimento, el vestido, la vivienda,
el descanso, la asistencia médica y, finalmente, los servicios
indispensables que a cada uno debe prestar el Estado. De lo cual se
sigue que el hombre posee también el derecho a la seguridad personal en
caso de enfermedad, invalidez, viudedad, vejez, paro y, por último,
cualquier otra eventualidad que le prive, sin culpa suya, de los medios
necesarios para su sustento» (n. 11).
Cuánto trabajo tenemos todavía por delante para que estas palabras se
hagan realidad, también por medio de un serio y eficaz compromiso
político y legislativo. Que pueda desarrollarse la solidaridad y la
subsidiariedad de tantos ciudadanos que creen en el valor del
compromiso voluntario de entrega a los pobres, no obstante los límites
y en ocasiones las deficiencias de la política en ver y servir al bien
común. Se trata ciertamente de estimular y hacer presión para que las
instituciones públicas cumplan bien su deber; pero no sirve permanecer
pasivos en espera de recibir todo “desde lo alto”; quienes viven en
condiciones de pobreza también han de ser implicados y acompañados en
un proceso de cambio y de responsabilidad.
7. Lamentablemente, debemos constatar una vez más nuevas formas de
pobreza que se suman a las que se han descrito anteriormente. Pienso de
modo particular en las poblaciones que viven en zonas de guerra,
especialmente en los niños privados de un presente sereno y de un
futuro digno. Nadie podrá acostumbrarse jamás a esta situación;
mantengamos vivo cada intento para que la paz se afirme como don del
Señor Resucitado y fruto del compromiso por la justicia y el diálogo.
Tampoco puedo olvidar las especulaciones que, en diversos sectores,
llevan a un dramático aumento de los costes que vuelven a muchísimas
familias aún más indigentes. Los salarios se acaban rápidamente,
obligando a privaciones que atentan contra la dignidad de las personas.
Si en una familia se debe elegir entre la comida para subsistir y las
medicinas para recuperar la salud, entonces debe hacerse escuchar la
voz del que reclama el derecho de ambos bienes, en nombre de la
dignidad de la persona humana.
¿Cómo no llamar la atención, además, sobre el desorden ético que marca
el mundo del trabajo? El trato deshumano que se reserva a tantos
trabajadores y trabajadoras; la retribución que no corresponde al
trabajo realizado; el flagelo de la precariedad; las excesivas víctimas
de accidentes, provocadas a menudo por una mentalidad que prefiere el
beneficio inmediato en detrimento de la seguridad. Vuelven a la mente
las palabras de san Juan Pablo II: «El primer fundamento del valor del
trabajo es el hombre mismo. […] El hombre está destinado y llamado al
trabajo; pero, ante todo, el trabajo está “en función del hombre” y no
el hombre “en función del trabajo”» (Carta enc. Laborem exercens, 6).
8. Esta enumeración, ya de por sí dramática, describe sólo parcialmente
las situaciones de pobreza que forman parte de nuestra cotidianidad. No
puedo pasar por alto, en particular, un modo de sufrimiento que cada
día es más evidente y que afecta al mundo juvenil. Cuántas vidas
frustradas e incluso suicidios de jóvenes, engañados por una cultura
que los lleva a sentirse “incompletos” y “fracasados”. Ayudémosles a
reaccionar ante estas instigaciones nefastas, para que cada uno pueda
encontrar el camino a seguir para adquirir una identidad fuerte y
generosa.
Es fácil, hablando de los pobres, caer en la retórica. También es una
tentación insidiosa la de quedarse en las estadísticas y en los
números. Los pobres son personas, tienen rostros, historias, corazones
y almas. Son hermanos y hermanas con sus cualidades y defectos, como
todos, y es importante entrar en una relación personal con cada uno de
ellos.
El Libro de Tobías nos enseña cómo actuar de forma concreta con y por
los pobres. Es una cuestión de justicia que nos compromete a todos a
buscarnos y encontrarnos recíprocamente, para favorecer la armonía
necesaria, de modo que una comunidad pueda identificarse como tal. Por
tanto, el interés por los pobres no se agota en limosnas apresuradas;
exige restablecer las justas relaciones interpersonales que han sido
afectadas por la pobreza. De ese modo, “no apartar el rostro del pobre”
conduce a obtener los beneficios de la misericordia, de la caridad que
da sentido y valor a toda la vida cristiana.
9. Nuestra atención hacia los pobres siempre está marcada por el
realismo evangélico. Lo que se comparte debe responder a las
necesidades concretas de los demás, no se trata de liberarse de lo
superfluo. También en esto es necesario el discernimiento, bajo la guía
del Espíritu Santo, para reconocer las verdaderas exigencias de los
hermanos y no nuestras propias aspiraciones. Lo que de seguro necesitan
con mayor urgencia es nuestra humanidad, nuestro corazón abierto al
amor. No lo olvidemos: «Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos,
a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos,
a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que
Dios quiere comunicarnos a través de ellos» (Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 198). La fe nos enseña que cada uno de los pobres es hijo de
Dios y que en él o en ella está presente Cristo: «Cada vez que lo
hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt
25,40).
10. Este año se conmemora el 150 aniversario del nacimiento de santa
Teresa del Niño Jesús. En una página de su Historia de un alma
escribió: «Sí, ahora comprendo que la caridad perfecta consiste en
soportar los defectos de los demás, en no extrañarse de sus
debilidades, en edificarse de los más pequeños actos de virtud que les
veamos practicar. Pero, sobre todo, comprendí que la caridad no debe
quedarse encerrada en el fondo del corazón: Nadie, dijo Jesús, enciende
una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el
candelero y que alumbre a todos los de la casa. Yo pienso que esa
lámpara representa a la caridad, que debe alumbrar y alegrar, no sólo a
los que me son más queridos, sino a todos los que están en la casa, sin
exceptuar a nadie» (Ms C, 12r°: Obras completas, Burgos 2006, 287-288).
En esta casa que es el mundo, todos tienen derecho a ser iluminados por
la caridad, nadie puede ser privado de ella. Que la perseverancia del
amor de santa Teresita pueda inspirar nuestros corazones en esta
Jornada Mundial, que nos ayude a “no apartar el rostro del pobre” y a
mantener nuestra mirada siempre fija en la faz humana y divina de
nuestro Señor Jesucristo.
Francisco
Si
te ha gustado el mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial de
los pobres 2023, compártelo por favor en las redes sociales.